LA LEYENDA
DE LA
COSTA DE LA MUERTE
LEO NIKOLAEVICH
Tal
vez sea este, de entre todos los recuerdos de mi infancia allá en la
aldea, el que con mayor secreto he guardado. Aquella noche de San Juan
lloré amargamente y creo que fue en aquel momento cuando perdí
definitivamente la ingenuidad, desde aquel día sé que no todos en el
pueblo éramos personas honestas, vivían entre nosotros gentes indignas,
merecedoras del más cruel de los desprecios, gentes de las que aún hoy
me avergüenzo de haberlas conocido.
Aún
recuerdo el nombre de aquella mujer de grandes ojos saltones y gestos
sutiles. Todos en el pueblo la llamaban Marina. Yo siempre había pensado
que era viuda, hasta que un buen día mi abuela Mama Sofía me confesó
estaba separada, su marido era un hombre pendenciero y jugador y que
hacía muchos años, un mal día, inesperadamente les había abandonado a
ella y a sus dos hijos, sin que jamás se supiera nada sobre su nuevo
paradero.
Marina
era una mujer cariñosa y muy besucona, siempre tenía en su boca
palabras de consuelo para gratificar a sus vecinos; se dedicaba por
entero a sus hijos, era una persona muy querida en la aldea y nunca
nadie murmuró de ella. Tampoco ella comadreaba jamás de nadie.
Recuerdo
con nostalgia su voz profunda. Fue ella quién me inició en la lectura.
Era una de las mujeres más pobres de la aldea, pero, por contra, era una
de las más cultas. Algunas tardes ante la casa de mi abuela, ella nos
leía novelas en voz alta a un grupo de vecinos. Nos sentábamos todos en
circulo a la puerta de la vivienda y ella, puesta en pie, caminando
pausadamente de un lado a otro, iba leyéndonos durante horas historias
amor y aventuras.
Aquellas
novelas alimentaron mi imaginación infantil, presentando ante mis ojos
un mundo nuevo y desconocido. A través de las lecturas de Marina me
familiaricé con el universo que se escondía tras las montañas de la
aldea y allende de los mares de nuestra costa. Entre todas aquellas
novelas recuerdo con nostalgia la del Conde de Montecristo, creo que de
un modo extraño asociaba mis ansias de libertad, mis deseos infantiles
de abandonar la aldea en busca de nuevos horizontes, con la vital
esperanza del personaje de escapar de aquella prisión en la que se
encontraba encerrado.
Marina
malvivía trabajando de criada en la casa del cacique, aquel que
conocíamos con el nombre de Manoel do Peixón, un hombre de apariencia
huraña, taciturno y falto de amigos.
Alternaba
este trabajo de sirvienta con el aprovechamiento de una pequeña huerta,
la recogida de algas en la bajamar y la venta de objetos diversos que
nunca, hasta aquella noche de San Juan de verano, supimos de donde
provenían.
Marina
vivía en una pequeña vivienda un poco alejada de la aldea, en el
pequeño huerto de la parte delantera de la casa florecían todos los
inviernos las camelias rojas y en primavera disimulaba la desconchada
fachada de su casa con la exuberante vegetación de una enorme glicinia
de flores lilas.
Su
humilde vivienda era la más florida de la aldea, su huerto era la
prueba palpable de su enorme sensibilidad. Sacrificaba el escaso espacio
que tenía para cultivar alimentos, dedicándolo a la jardinería para
poder disfrutar de la belleza de las plantas ornamentales.
Marina
mantenía con mi abuela una relación fraternal, ambas pertenecían a una
singular cofradía exclusiva de mujeres, que se reunían, casi a
escondidas, en un antiguo taller de canteros todos los solsticios, en
las noches de San Juan, el Bautista y el Evangelista, o como a ellas más les gustaba denominar, San Juan de Verano y San Juan de Invierno.
Nunca
me habló mi abuela de lo que hacían en aquellas discretas reuniones ni
tampoco me desveló nunca el nombre de ninguna de sus cofrades.
En
alguna ocasión fui a espiarlas escondido tras los tojos. Sólo pude ver
que iban todas ellas vestidas de negro y encendían tres velas antes de
comenzar a efectuar un extraño rito.
Aquella
noche solsticial de San Juan en que moría la primavera y renacía el
verano, finalizaron la reunión de la hermandad después de la media
noche. Era una noche bochornosa, el calor me impedía dormir y por el
techo de mi habitación se oía un singular sonido sibilante que me
asustaba.
Mi abuela solía comentar que ese sonido lo producían unos duendes traviesos, a los que ella denominaba trasnos, y que, según me manifestaba, eran pequeños duendecillos a los que les encantaba asustar a los niños curiosos.
Yo,
para entonces, ya hacía tiempo que había descubierto de dónde procedía
ese singular ruido y sabía a ciencia cierta que lo producían los ratones
al deslizarse a lo largo del sobrado.
Cómo
estaba intranquilo por la tardanza de mi abuela, dejé abierta de par en
par la ventana de mi habitación para poder oírla cuando se acercara
caminando por el sendero.
Aquella
noche Marina acompañó a mi abuela hasta la puerta de nuestra casa,
venían caminando despacio, hablando en voz baja, casi entre susurros.
Nuestro
perro vigilaba en la noche y al sentirlas acercarse ladró de alegría.
Yo sin encender el candil de mi habitación me levanté con sigilo y me
acerqué a la ventana.
No quería que mi abuela supiese que me daba miedo quedarme solo en casa por la noche.
Marina
estaba contando a mi abuela una historia terrible. Con toda clase de
detalles le narraba cómo algunos vecinos de la aldea se dedicaban a la
piratería, hundiendo barcos para robar su cargamento y otros objetos de
valor, asesinando, en ocasiones, a sus tripulantes.
Marina
le confesó a mi abuela que aquellos objetos extraños que ella vendía,
procedían de esos barcos hundidos. Ella conocía cuándo actuaban los
piratas y en los días posteriores acudía a la playa para recoger con
discreción, sin que nadie se enterara, los objetos que la marea varaba
en los arenales y las rocas.
Mi
abuela escuchaba en sepulcral silencio todo cuanto Marina le narraba,
sólo de vez en cuando cogía sus manos y cerrando los ojos hacía un gesto
afirmativo con su cabeza.
Según
le confesaba Marina, hacía ya mucho tiempo, una tarde después de hacer
la colada en el lavadero del río, al retornar a casa de Don Manoel do
Peixón, subió directamente al fallado a planchar la ropa, sin percatarse
que Don Manoel aquella tarde tenía visita.
Mientras
planchaba en silencio, oía imperceptibles las lejanas voces que
provenían del salón, sin entender nada de lo que hablaban. Sólo cuando
los visitantes salieron de la habitación y se despedían en el
descansillo de la escalera, Marina pudo oír con nitidez, como entre
susurros se citaban con Don Manoel para verse a media noche en el camino
del cabo.
Quedó extrañada Marina de que un hombre tan huraño y solitario como Don Manoel tuviera una cita tan sorprendente.
La
curiosidad la empujó a acudir aquella noche al camino del cabo, se
escondió entre la vegetación y esperó pacientemente a que Don Manoel y
sus desconocidos acompañantes acudieran a la cita.
Era
una noche oscura y brumosa, el cielo nublado y sin luna teñía de negro
el ambiente, el silencio plomizo era roto sólo por el sonido del vuelo
breve de algún mochuelo. Marina invadida de terror estuvo a punto de
dejar la espera y volverse a casa antes de que por el lugar apareciera
Don Manoel.
Marina, según le contaba a mi abuela, no entendía nada de lo que allí sucedía.
Esperaron
los hombres agazapados en la oscuridad durante algún tiempo, fumando
cigarrillos y charlando.
Habrían transcurrido más de dos horas de espera cuando avistaron las tenues luces de un barco que navegaba próximo a la costa. Por la escasa iluminación que portaba el barco se podía apreciar que era un pequeño costero.
Habrían transcurrido más de dos horas de espera cuando avistaron las tenues luces de un barco que navegaba próximo a la costa. Por la escasa iluminación que portaba el barco se podía apreciar que era un pequeño costero.
Con
silbidos avisaron a los hombres de la playa para que botaran las
gamelas al agua. Los tres que estaban en tierra, colocaron dos pequeños
faroles encendidos colgando de las astas de los bueyes y comenzaron a
deambular con los animales por el sendero del cabo. Un sendero que
discurre por encima de un enorme acantilado. Trataban que el mecimiento
de los faroles al compás del caminar de los bueyes, asemejara la
cadencia de las luces de un buque navegando.
Abajo la mar rompía una y otra vez con fuerza contra las rocas.
El
costero ajeno a cuanto ocurría en tierra, creyendo que las luces que
veía pertenecían a algún otro barco que navegaba más a tierra, se
acercaba temerariamente hacia la costa.
Marina
confesó a mi abuela que, en aquellos momentos, quiso gritar para avisar
a los marinos del pequeño barco costero que iban a estrellarse contra
los bajos. No pudo, el terror la enmudeció. Al poco tiempo un fuerte
estruendo anunció lo esperado, el costero encalló contra los escollos.
Se organizó un gran barullo abordo. Se oían en la oscuridad de la noche
los gritos aterrorizados de los marineros naufragados. Las gamelas con
las luces apagadas se dirigían hacia el lugar del naufragio. Marina
presa del horror no pudo resistir más aquella situación y huyó
despavorida hacia su casa.
Aquella noche trágica comprendió de dónde le provenía la riqueza a Don Manoel.
De
aquel naufragio nunca se supo nada, en la aldea nadie habló de ello y
Marina presa del temor, jamás había contado a nadie lo que vio.
Esta
noche de San Juan de verano lo contaba por primera vez a mi abuela y le
rogaba una y otra vez que lo guardara en secreto por fidelidad al
juramento que ambas habían hecho en la hermandad.
A
la mañana siguiente del naufragio Marina fue a una playa cercana al
cabo, haciendo como que iba a recoger leña, maderas que las mareas varan
en las playas, pero la verdadera finalidad que la empujó hasta aquella
playa solitaria, era comprobar qué había ocurrido con el pequeño barco
hundido.
Desde
la playa se divisaba la zona de los bajos donde el barco había
encallado, sin embargo ya sólo quedaba pequeños restos del barco
flotando entre las olas, supuso que la mar encrespada se habría
encargado de destrozar el pequeño buque.
Caminó
entre las rocas de la orilla tratando de encontrar a algún náufrago
pero sólo encontró restos de la nave y algunos objetos que guardó en su
fardel.
De
camino hacia su casa observó que cerca del cabo la tierra había sido
removida. Sospechó que allí habrían enterrado a los marineros sin que
nadie se enterara, Marina no tuvo el valor necesario para cavar en la
tierra y confirmar sus sospechas.
Durante
días continuó yendo cada madrugada a la playa, recogió cantidad de
carbón que provenía del barco y que luego vendió a sus vecinas. Encontró
de aquel primer hundimiento varios libros que secó al calor del hogar y
que aún guardaba en su casa, algunas de ropas de hombre, unas botas
altas de goma y mucha fruta de la transportaba como carga el barco,
sobre todo plátanos y tomates que fue vendiendo por las ferias de los
pueblos de los alrededores.
Desde
entonces Marina espía a Don Manoel y sabe que cuando sus desconocidos
amigos vienen a visitarlo, saldrán escondidos bajo las sombras de la
noche a piratear, intentando hacer naufragar alguna nave, engañando a
algún desgraciado patrón que por prudencia se arrime demasiado a la
costa, al avistar lo que él piensa que es otra embarcación que navega
más al abrigo de la orilla.
Ella
no ha vuelto a acudir al faro por la noche, sabe que si la descubrieran
la asesinarían. Ahora ella espera carcomida por los nervios a que
discurran unos pocos días desde el hundimiento para ir a las ensenadas
del cabo en busca de los restos del naufragio.
Según
le confió a mi abuela, en alguna ocasión había recogido en la playa los
cuerpos sin vida de algunos marineros. En secreto los enterraba,
rezando una oración por su alma.
También
le confesó que colocó hace años una gran cruz entre las rocas, mirando
al mar, en recuerdo de aquellos desconocidos hombres del naufragio que
contempló aquella primera noche negra y con cuyos despavoridos gritos de
terror, aún se sigue estremeciendo cada noche, cuando se despierta con
la misma pesadilla.
Marina
lloraba desconsolada mientras se confesaba ante mi abuela, entre
lágrimas se justificaba diciendo que por amor a sus hijos nunca había
denunciado lo que vio.
Se
interrogaba preguntándose una y otra vez, si el Gran Arquitecto del
Universo la perdonase en la otra vida o se vería condenada a ser un alma
errante purgando sus pecados durante toda la eternidad.
Mi abuela la asía con fuerza por sus manos y de vez en cuando limpiaba sus lágrimas con un lienzo blanco.
Recuerdo
que aquella noche, asustado por lo que había oído, me acosté
aferrándome con fuerza a la almohada. A la mañana siguiente cuando bajé a
desayunarme, mi abuela, que ya se había levantado, me estaba esperando
con un tazón de leche caliente. Me miró fijamente a los ojos y supe que
ella ya sabía que yo había estado espiándolas la noche anterior y que me
había enterado de todo lo que Marina le había confesado.
Quise
excusarme, pero en aquel momento, mi abuela me hizo un gesto colocando
su dedo índice entre sus labios, ordenándome que guardara de por vida
aquel secreto.
Marina
sigue viviendo en la aldea, sigue cuidando como una buena madre de sus
dos hijos, sigue trabajando de criada en la casa del ruin Don Manoel,
recoge algas en la bajamar, cuida su huerto y sigue vendiendo objetos
raros que nadie sospecha de donde provienen. Cada invierno vuelven a
florecer las camelias rojas en su huerto y en la primavera las glicinas
lilas y yo fiel a la memoria de mi abuela Mama Sofía, sigo guardando
aquel secreto.
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XOAN ARCO DA VELLA
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